El lenguaje: así suceden las cosas El hombre es el único animal capaz de transformar sus necesidades biológicas en un intrincado sistema de signos. Ocurre con el sexo y con la comida, especialmente. Todas las claves aprendidas de estos comportamientos son sociales y culturales. No se trata de inhibir los instintos, sino de controlarlos para luego sublimarlos. El modo consuetudinario de domeñar estos impulsos es recurriendo al protocolo, que entiende estas reglas como un procedimiento antropológico para solemnizar los momentos que compartimos con los demás. El objetivo es identificar la realidad a través de gestos simbólicos, de ritos. Su nivel de sofisticación alcanza cotas tan altas que, incluso suprimiendo el motivo principal, en este caso el alimento, interpretamos la situación. Vemos una mesa dispuesta de manera muy precisa. Aparentemente, para una comida. A partir de aquí, inferimos muchísima información. Poca tiene que ver con el carácter enunciativo de lo que observamos (platos, servilletas, cubiertos, cuenco central...). Su discernimiento ya establece a priori, y de forma implícita, comensales con un determinado estatus y nivel de finura en los modales. Cada sociedad ha codificado su comportamiento antes de cualquier cena o almuerzo hasta convertirlo en una ceremonia de preparación. Esta capacidad de abstracción, a través de la construcción de un entorno alegórico sustentado sobre códigos aprehendidos, permite el entendimiento y la comunicación. Sin estas metáforas que nos facilitan el acceso a lugares figurados con una simple representación no existiría el conocimiento. Ocurre igual con el lenguaje: los fonemas que pronunciamos o las palabras que escribimos invocan a realidades que somos capaces de imaginar pero no tenemos presentes. Lo defiende con meridiana claridad Emilio Lledó: sin lenguaje no hay realidad. Al menos, realidad humana. La distancia entre la respuesta espontánea a los estímulos y el dominio de esa exaltación primaria es la que nos convierte en seres reflexivos que viven en comunidad. En las sociedades civilizadas primero es la etiqueta y luego la liberación de los sentidos. Esa contención es un peaje necesario que llamamos educación. La comida exalta la percepción epicúrea. Vista, olfato, tacto, gusto y oído. Cualquier alimento entra por los ojos y por la nariz. Se toca con las manos y se saborea con la boca. Es un acto que aúna voluptuosidad y satisfacción. Aquí, la vitrina condiciona una aproximación sensitiva, anula las impresiones reales. Digamos que en su interior se preserva un acto cotidiano solidificado. Como si contempláramos un animal conservado en formol que, aunque ya no tiene vida, mantiene su presencia -cuasi fantasmal, seudocientífica- para ser analizado de manera notarial, aséptica y desapasionada. Arte y pensamiento están estrechamente ligados. Sus derivas pueden ser políticas, filosóficas o emocionales. Esto último, sobre todo cuando se logra conectar con historias personales y sentimientos propios. Las obras conceptuales hacen hincapié en las ideas más allá de los objetos. Abren puertas a la imaginación. Siempre dejan cabos sueltos.
Sema D'Acosta
Exposición El arte y el Sistema (del arte). Acto 1. Colección Artium, 2017
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La mesa está puesta, para dos. Sólo faltan los comensales y el menú, aunque eso da un poco lo mismo. Puestos a imaginar, hay muchas historias que podrían estar sucediendo a su alrededor. Es una mesa para dos. ¿Una historia de pareja, en un pequeño local de mesas pequeñas y luz tenue? ¿Una celebración de la amistad? ¿Negocios? Pensándolo bien, es en realidad una celebración imposible...
Cabrían otras interpretaciones. Una mesa -o cualquier otro objeto- sumergida aunque sea parcialmente en agua, está sometida a distorsiones visuales, especialmente si se mira desde fuera del líquido. ¿Nuestra percepción de las cosas es equívoca?
Francisco Ruiz de Infante nació en 1966 en Vitoria-Gasteiz, aunque vive y trabaja entre Auberive, París y Estrasburgo. Su trabajo ha evolucionado hacia instalaciones que combinan tecnología avanzada con materiales toscamente elaborados, siempre con una dimensión altamente poética y escenográfica.
Esa sensibilidad poética está también presente en esta obra relativamente temprana, donada por el autor a la Diputación Foral en 1992, tras su memorable muestra Centro de tránsito para adolescentes en la Sala Amárica del Museo de Bellas Artes de Álava. Hoy forma parte de la Colección Artium y puede verse en la Sala Sur del Museo.
Antón Bilbao
El museo de papel, 19/05/2017