Decía Emil Cioran que una cosa le sacaba de quicio por encima de cualquier otra, y esta era un reloj parado. Pero, añadía, que existía otra que para él resultaba todavía más insoportable: un reloj en marcha. La obsesión por el paso del tiempo acompaña al género humano desde que tuvo consciencia de su existir y de su finitud. En realidad, no somos más que tiempo, esta es la materia que nos constituye. De modo que pensar el tiempo es pensar la existencia.
La fotografía contiene algo de necrofilia, sobre todo cuando nos muestra el pasado, sea el recuerdo de familiares o amigos ya desaparecidos, o cuando nos coloca frente a gentes y personajes de otro tiempo que no llegamos a conocer. Y qué decir de cuando la imagen nos enfrenta a lo que fuimos. Pero, a la vez, las fotografías que conservamos a menudo nos hablan también de alegría de vivir, de experiencias hermosas, de momentos disfrutados; queremos congelar nuestros instantes alegres, fijarlos más allá de la infiel memoria.
Probablemente, hay mucho de narcisismo en el autorretrato; se reta al paso del tiempo, como si al hacerlo se pudiera afirmar un pequeño fragmento del existir; además, sumamos que se hace desde el propio punto de vista, aunque se quiera cargar de «objetividad».
Pero, entre las posibilidades que da el autorretrato, quizá este modo que ha elegido Esther Ferrer sea de los que contiene una mayor «verdad». Ella mezcla dos momentos de su vida en una misma fotografía, esas dos mitades contienen un lapso de vida. Esa imagen se acerca a la relación que mantenemos con nuestros espejos; no cualquier espejo que nos sorprenda inopinadamente, sino con los nuestros, con los de todos los días, porque con ellos mantenemos una relación de alianzas, extravagante, perversa, sesgada, pues unos días se muestra amigo y nos quita diez años, nos proporcionan la complicidad de nuestro mejor ángulo, incluso percibimos gestos y rasgos adolescentes, nos muestra mejor «cara»; otras, sin embargo, se muestra cruel y nos da a ver ojeras, mal color, cansancio, años que casi se pueden ir contando en cada pequeño surco... Alguien dijo que a partir de cierta edad tenemos el rostro que queremos, quizá sería más exacto decir que tenemos el rostro que hemos trabajado por tener. El dicho «la cara es el espejo del alma» vendría a resumir esta idea; así a los pesimistas irredentos se les cae la comisura de los labios, es la ausencia del ejercicio de la risa o la sonrisa que tensa los músculos y los eleva. Ferrer ni lo eleva ni lo deja caer, el suyo es un gesto de «aquí estoy yo, si os gusta como si no».
Pero en ese «aquí estoy yo» hay mucho más que narcisismo, aparece una autoafirmación que de algún modo pertenece a todas las mujeres, al menos a todas aquellas que desde -fundamentalmente- la década de los 70 dijeron basta ya, y asumieron unas formas de representación que se alejaban de las que los hombres, el patriarcado, habían construido de ellas -de nosotras-; mujeres que se sirvieron de las acciones, de las performances, del vídeo y de la fotografía para construir una imagen «otra» que les era propia, que no respondía a una mirada ajena y cosificadora. Ferrer pertenece a esa estirpe.
Alicia Murría
Exposición El arte y el Sistema (del arte). Acto 1. Colección Artium, 2017
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Autorretrato en el tiempo, de 1994, es un work in progress formado por una serie de fotografías, en el que se yuxtaponen dos medios rostros de la artista en épocas diferentes. Un punto de partida y una llegada -provisional- conviven en la imagen de una mujer desdoblada en la que la distancia queda marcada por el concepto del paso del tiempo. El antes y el después se unen en una misma imagen provocando una visualización del desgaste de la vida y el deterioro del cuerpo. En esta pieza se encuentra el tiempo adherido a la piel: una imagen de vanitas, pero sobre todo un ejercicio de autoconciencia, ya que independientemente de la erosión del tiempo sobre el rostro, lo que permanece es la identidad inalterada de la artista.
Javier San Martín
Catálogo ARTIUM: La colección, 2004
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La conciencia del paso inexorable del tiempo, la certeza única del declive vital y de la muerte, son cuestiones que determinan la condición humana como algo único e irrepetible. En esta obra, Esther Ferrer (Donostia, 1937), tan amante de las variaciones, combina "mitades" de autorretratos tomados en distintos momentos entre 1981 y 1994. Como dice el profesor Javier San Martín en una nota sobre ella, la artista muestra "el tiempo adherido a la piel". Lo cierto es que el tiempo pasa y deja huellas físicas, pero también lo es que en su transcurrir añade experiencia y conocimiento. No se puede vencer al paso del tiempo; tampoco merece la pena luchar contra él. Al final lo que queda es la solución de la ecuación: lo que el tiempo da, lo que el tiempo quita. El autorretrato en el tiempo de Esther Ferrer -Premio Nacional de Artes Plásticas, Premio Gure Artea a su trayectoria, Premio Velázquez-, puede verse actualmente en la exposición El arte, en el Museo Artium, a cuya colección pertenece. La obra fue adquirida en 1996 por la Diputación Foral de Álava.
Antón Bilbao
El museo de papel, 24/11/2017